
Nadie que abusa de estos argumentos se pregunta por qué de repente, como en el cuento de Cenicienta cuando dan las campanadas, tienen un furor ahorrativo para el botellón que se desvanece antes de acabar la noche y convertirse en furor consumista altamente dependiente de las imágenes de marca. Ni por qué en Cáceres hace un tiempo se montó una tangana juvenil en 'lucha' por el cierre tempranero de bares con los medios de comunicación expectantes. Ni tampoco se quiere ver que los ritos de iniciación y de paso, lo mismo que las festividades lúdicas, tenían un papel integrador, socialmente centrípeto y donde la propia sociedad estigmatizaba y proscribía a quien sobrepasaba los límites regulados (las fiestas de quintos se hacían en determinada fecha, como el carnaval, bacanales, puesta de largo o novatadas). Hoy, cuando hablamos de botellón, de entrada ya estamos constatando un problema de convivencia ciudadana. Lo peor es que los argumentos falaces han sido captados perfectamente por los jóvenes que los esgrimen para justificarse y complacerse, como si en cualquier caso el problema más grave no estuviera en el creciente consumo de alcohol entre los adolescentes de 13 a 18 años, particularmente las chicas. Grupo de edad donde también se ha incrementado el consumo de cannabis y cocaína para lo que el botellón también tendrá algo que decir. Lo mismo que para los índices altos de alcohol en más de la mitad de los jóvenes muertos en accidente de tráfico los fines de semana.
En la medida que nos engañemos sobre la naturaleza y causa de los botellones, no haremos más que apagar fuego con gasolina. Si el tema además entra en una dinámica de partidos políticos y autonomías que facilitan o reprimen y usan del tema como arma arrojadiza, preparémonos para lo peor que siempre estará por llegar. Y claro, está lo de Francia y su potencial efecto mimético respecto a la pura movilización juvenil, aunque allí sea por una cuestión sociolaboral (¿qué diferencia!) y aquí por un incomprensible derecho a beber alcohol a raudales en la calle. Porque revolución juvenil en una especie de remedo de lo que fueron las masas protagonizando la Historia o el Mayo del 68 pues la verdad no parece. Si ya Lenin hablaba de que las revoluciones por pan se acababan en la panadería de la esquina, imaginemos una por alcohol en un país donde hay un bar por cada cien habitantes.
En todo el asunto del botellón entran variables muy diversas: una izquierda que transigió más con el fenómeno en los comienzos y que en buena medida sigue teniendo la perspectiva errada. Algún sector de esa izquierda llegó incluso a criticar a principios de siglo lo que entendía como meras medidas represivas del entonces gobierno de Aznar que no hizo más que brindis al sol sin entrar nunca al asunto (ver hemerotecas y Rajoy). Zapatero, todavía en la oposición, llegó a prometer un Ministerio de la Juventud si llegaba al poder. Las conductas masificadas, revoltosas y desafiantes tienen entre los jóvenes vitola de autenticidad, verdad y derecho. La familia en crisis, desestructurada o con problemas de comunicación y que ha hecho grave dejación de su papel socializador. Y esto en parte por el páramo cultural del tardofranquismo y la confusión entre autoridad, responsabilidad y libertad por un lado, y autoritarismo por otro. La permisividad social con el alcohol cuyos problemas apenas estamos empezando a entrever. Pero lo que apenas se menciona nunca y que ya he apuntado alguna vez es la conexión botellón-sistema educativo LOGSE. De entrada nacen por las mismas fechas y bien hubiera servido un amplio debate sobre el asunto de cara a la ley de educación que ayer aprobaban las Cortes.
También es coincidencia que estos días estemos en el tercer aniversario de la Ley de Convivencia y Ocio en Extremadura. ¿Dónde está, Ley, tu victoria?
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