JUAN ANTONIO NICOLÁS JOCILES

Monday, November 27, 2006

ODISEA HUMANA

El desafío científico y técnico de los viajes espaciales en el futuro constituye el residuo actual de lo que en milenios ha sido el sentimiento de insignificancia humana frente a las divinidades. Las distancias siderales menoscaban nuestra soberbia, y la luz de esa estrella que sigo mirando aún habiéndose extinguido la tarde que mataron a Julio César, sujeta de momento nuestra audacia mental a proporciones razonables. Con todo, no dejamos de indagar en la naturaleza de la velocidad de la luz, en sus posibilidades, en las paradojas que conlleva y en la eventualidad de agujeros espaciales que nos conduzcan al otro lado del universo y regresar con tiempo de ver la final de la Liga de Campeones. Dejando aparte las naves, el combustible, la melancolía de los astronautas y la posible densidad del tráfico en las galaxias, lo que el hombre de momento no resolverá es su impaciencia.

La velocidad como metáfora de nuestro tiempo no es sólo para ilustrarla con las autopistas, los coches poderosos, los trenes de vértigo o el tráfago vital de las ciudades. Al mundo de la informática, de la comunicación o de la economía lo queremos no ya veloz, sino instantáneo. Hemos ampliado considerablemente nuestra esperanza de vida, vivimos más tiempo, y sin embargo hemos multiplicado la velocidad de vivir sin que hallamos inmutado siquiera el reducido espacio planetario. Lo dicho, somos unos impacientes, y el consumismo de nuestra hora nos insta de inmediato a la rapidez en la satisfacción de deseos y carencias. También está el íntimo alborozo que como niños sentimos por el mecanismo fascinante de las máquinas. Incontenibles en nuestras emociones por la elemental funcionalidad con que la tecnología resuelve las tareas, estamos definitivamente resueltos a que en los tiempos que corren la vida y su filosofía sean también para siempre un reflejo de ese esquema mecánico tan eficaz. Aquí el interruptor, aquí el dispositivo, aquí lo que buscamos. Por eso los viajes espaciales, laboriosos, desafiantes, duraderos, siguen recordándonos a Jasón y sus argonautas tras el vellocino de oro o a la misma humanidad antigua de Ulises errante por el proceloso Mediterráneo. No será posible que el cosmos nos revele sus secretos rápidamente ni que encontremos el paraíso sideral, sus habitantes y panaceas en un abrir y cerrar de ojos. Acaso por esta íntima certeza, despechados, indagamos como locos en la recóndita sustancia de la materia y del ser humano. Hemos dejado atrás toda noción de visibilidad y solidez que hay más allá de los átomos y las células, y hemos descubierto un mundo nuevo de partículas y regiones insospechadas de cromosomas donde además de habitar el olvido, habita el envejecimiento.

Hay un viso de ingenuidad en la creencia más o menos científica de que puede existir un gen asociado a cada rasgo humano, y que la fisiología y psicología de esta criatura que somos tienen su exacta correspondencia en algún cromosoma. Traspasamos la fantasía de lo veloz, instantáneo y mecánico a la complejidad y misterio de todo lo que puede constituir una persona. Psicofármacos de hoy y genética de mañana están prescribiendo un individuo maquinal donde no sólo el color de los ojos, sino la tristeza o el envejecimiento sean cosas fútiles a manipular con el correspondiente resorte genético.

Nunca el hombre ha traspasado frontera alguna sin que se desataran peligros previstos o ignorados. La mitología del edén perfecto y la prohibición divina de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal "que está en medio del paraíso" ilustra popularmente los riesgos de una audacia humana incontrolada. No es cosa de desempolvar el reaccionario miedo a la ciencia, sino de advertir las consecuencias de una noción simplista del ser humano o de lo que sea en el futuro cuando haya huesos y tal vez sangre, pero los pálpitos al ver sola a la amada venir de frente tal vez se deban a la actividad de microprocesadores instalados en el colodrillo.

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