JUAN ANTONIO NICOLÁS JOCILES

Monday, November 27, 2006

Milenio final

ALGÚN remoto día, cuando el Creador haga balance final de la Tierra, percibirá de un vistazo el légamo primigenio donde chapoteaban las células con las que comenzó la vida y el inerte pedregal que al final será ya este primitivo planeta de sol mortecino. Todo habrá sido un accidente momentáneo, algo como el efímero ordenamiento del caos entre volcanes, piedras y polvos. Así la vida, vista con unos ojos acostumbrados a la eternidad, no debe parecer más que un batiburrillo de bacterias, terebintos, dinosaurios y monos. El Creador evocará el instante de la historia humana, cuando una criatura singular con la mirada transparente salió desnudo de las arboledas solitarias y comenzó a poner nombre a las cosas para que existieran en mitad de aquel silencio. De tierra en tierra, fugitivo de su muerte, el hombre recorrió su propio tiempo hasta completar con la ayuda de una máquina el registro de todos los laberintos del universo. Todo lo acontecido entonces le resultó presente: Desde los alfares de Jericó, las suntuosas estancias de Babilonia o la guerra de Troya. Del enigma de las pirámides o el rostro de la 'Victoria de Samotracia' a la pax romana. Del afán del errante Ulises al eco imperecedero del Cantar de los Cantares. Acaso un último poeta dijo que siempre la mayor empresa humana fue escapar del olvido.
Y entonces, en la noche final del planeta regresará no humana la memoria fugaz del último milenio, desde Almanzor a Bill Clinton, desde los mongoles a la degollina de Chechenia, las Cruzadas, los miasmas de la Peste Negra y la rutilante televisión. Por encima de la soledad del granito vagará densa la bruma con la silueta de Leonor de Aquitania, la crudeza camboyana de Pol Pot, todo sobre la verdad de la banda Eta y la facundia del pato Donald. Después de Auschwitz, el terrorismo. En esa tierra de nadie, entre el relente sombrío, acaso perviva el lejano bullicio de la ciudad más grande del mundo y el estrépito del hormigón caído en el muro de Berlín, junto a los aspavientos del führer y la hecatombe de Hiroshima. En los mares ardientes no habrá una onda que recuerde la estela audaz de las carabelas colombinas. Porque el último milenio es como el mar de los barcos perdidos. En los fondos oceánicos reposan armadas invencibles, galeones con las crujías destrozadas a cañonazos por Francis Drake, balleneros entre la osamenta de Moby Dick, el Titanic de Leonardo DiCaprio y muchos submarinos amarillos.
El último milenio es toda la espesura humana, la del mismo ser elemental de cualquier tiempo, sin entorchados, desvanecido de un solo olvido: el hacedor de casas y de pan, el insurgente cotidiano, la mujer de la tierra, todos los muertos anónimos que volverán de nuevo a su silencio, enfrente de donde cae la historia con sus estandartes y castillos. Se pierden los siglos como la espada del Cid y la plumas de Caupolicán el araucario y las revoluciones sobreviven en los libros y las banderas se confunden en la niebla de los aeropuertos.
Dionisio el Exiguo rehace otra vez el calendario, ya rehabilitado el monje de haber sido la primera víctima del 'Efecto 2000' en pleno siglo VI. Y cuando el planeta estalle y sus partículas se esparzan por todos los rincones del universo, cada una albergará el lejano pálpito del último milenio. Como soñó Quevedo, la eternidad de sus propios huesos: polvo sideral será la Tierra, mas polvo histórico.

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